Arrastra la silla de enea hasta el lateral de la cama. Siente aún el aliento de su marido, algo diferente, como acre.
Aurora se inclina hacia su cuerpo, envuelto en una sábana blanca, lo mira con rabia y se desahoga como nunca lo había hecho.
Qué a gusto habrás quedado, ¿verdad? Y a los demás, que nos den. Siempre fuiste un egoísta, un mezquino. Has hecho lo que te ha dado la gana sin pensar jamás en mí. Solo te importaban tus amigos de furriona -apretando con fuerzas la sábana que lo cubre. Con lo simpático y agradable que te mostrabas en la calle con los demás, y lo insoportable que eras en casa conmigo. ¡Qué engañados los tenías a todos! -subiendo el tono. Ahora ¿quién se hace cargo del huevo que has dejado, mentecato? La de siempre, la criada, la desgraciada. ¡Maldita la hora en que te conocí! ¡Qué ciega estaba! -casi gritando.
Llora, maldice el día que lo conoció y golpea el pecho del cadáver con los puños, sin consuelo. Agotada, se derrumba sobre el cuerpo inerte, lo abraza y le susurra al oído:
Te quiero, Camilo, te quiero. Te necesito. ¿Por qué te has ido? ¿Cómo me has hecho esto?
Se queda dormida sobre su torso esperando que la responda, que le diga que todo ha sido un sueño, que sigue vivo y la quiere. Pero no dice nada. Está muerto, y ella no se lo perdona.
Desgreñada, con la bata de estar por casa, algo raída y medio desabrochada, muestra ojeras de haber dormido poco. Atraviesa la cocina, entra en la salita y enciende la televisión. Ana Rosa está “haciendo un traje” al presidente del Gobierno. Sube el volumen del sonido, regresa a la cocina, mete en el microondas un tazón de café con leche y pone el reloj en cincuenta y cinco segundos (no le gusta muy caliente). En la tostadora introduce dos rebanadas de pan y las deja dorarse mientras coge la mermelada y la mantequilla. Sobre una bandeja metálica con motivos vegetales coloca el tazón, las tostadas, la mermelada y la mantequilla, y se dirige a la mesa de la sala. Antes de sentarse en el sillón de orejera, se da cuenta de que no ha cogido los cubiertos; va a la cocina contrariada y los coge refunfuñando.
Se sienta, se santigua, mira a Camilo y le da los buenos días, sin apenas emoción.
Ana Rosa y sus colaboradores siguen a lo suyo y no dejan títere con cabeza. En casa de Aurora la televisión permanece encendida todo el día. Es la forma de mantenerla con vida y no sentirse tan sola.
La cocina de la casa es rectangular y da a un cuarto de estar soleado y cómodo. Ambas estancias están separadas por una puerta corredera de color eucalipto. Permanece abierta todo el día para facilitar el paso de Aurora y de algunos rayos de luz que se cuelan a través de la amplia ventana del hogar.
El lienzo derecho de la estancia está presidido por un retrato del cabeza de familia en blanco y negro (más bien sepia) sobre fondo con pliegues de cortinas grises y gruesas. Muestra una calvicie severa, piel morena y rostro alargado, con rictus serio, o quizás triste. Sus ojos son oscuros y miran al infinito. De la amplia nariz sobresale un mostacho que cierra en perilla canosa. El cuello se enfunda en una camisa de rayas blancas y grises cuyos botones quedan cubiertos por una corbata oscura de nudo Windsor, justo en el centro de las hermosas solapas de la chaqueta que Aurora le compró el día del padre en unos grandes almacenes.
¡Hijo mío!, pero alegra esa cara de haba, por favor. ¡Qué agonía de hombre! ¿Ni siquiera el día de mi cumpleaños eres capaz de cambiar el semblante? Claro, como tú ya has cumplido todos los que tenías que cumplir…, a las demás, que nos zurzan. Pero ¿qué pude ver yo en ti?
Qué egoísta has sido siempre, Camilo. Sólo te has preocupado de ti y de tus cosas, y claro está que yo nunca estuve entre ellas. Pues quiero que sepas que no pienso llevarme ningún berrinche más, ni por ti ni por tu hija. Sí, por tu hija, porque de mí no ha sacado nada. ¡Ay Señor!, ¿qué habré hecho yo en el otro mundo para merecerme esto?
Aunque algo anticuada, la cocina es apañada, y dispone de los electrodomésticos necesarios para el buen desenvolvimiento de la mujer de Camilo. La salita es su cuartel general, y pasa en ella la mayor parte del día, viendo la televisión, planchando, cosiendo, limpiando y, sobre todo, hablando con su marido.
Para tu conocimiento te diré que anoche la tuve con Patricia. Ni se acordaba de que hoy es mi cumpleaños. ¡Vaya una hija!, sabiendo que estoy más sola que la una. Desde luego, ha salido clavadita a ti. Y que no puede venir a comer hoy conmigo, que tiene una reunión de no sé qué grupo de trabajo. Será del rollo de la thermomix.
Qué dinero más tirado a la calle, el de sus estudios. Y tú, erre que erre, que la niña tenía que hacer una carrera. La carrera del galgo, para ir por las casas vendiendo un chisme que hace las comidas sin trabajar. ¡Y una mierda para ella! La comida es algo muy serio y necesita cariño, tiempo y dedicación. ¿Qué sabrá ella?, si siempre se lo he dado todo hecho. En resumidas cuentas, que el día de mi cumpleaños comeré sola, como una apestada. Porque tú, como si no estuvieras, muermo.
Dirás que soy una pesada y que estoy siempre con lo mismo, pero es que vaya enseñanzas le hemos dado a nuestra hija. Ya, ya me sé la copla de que los hijos no vienen con un libro de instrucciones debajo del brazo, pero es que lo hemos hecho tan mal…
Sin embargo, mira los hijos de mi hermana, buenos, listos y obedientes. Claro que su padre y tú sois como el huevo y la castaña. Mi cuñado sólo mira por su mujer, y la trata como a una reina. ¡Vamos, como tú!
Que ¿qué pintan aquí mi hermana y mis sobrinos? Pues son sangre de mi sangre y carne de mi carne. No como tú, que te encontré más perdido que un ciego en un tiroteo. ¡Maldita la hora! Pero qué inquina has tenido siempre con mi familia. Debe de ser envidia, porque lo que es la tuya, deja mucho que desear.
Y no pongas esa cara de afligido. Te lo hubieras pensado antes de criticar a mi hermana y a su marido. Bueno, además hoy no quiero discutir contigo, que es mi cumpleaños. He quedado con las amigas, las invitaré a café con churros y luego echaremos unas manitas a las cartas.
No te las inventes, yo nunca te he criticado por jugar a las cartas, lo que ocurre es que tú nunca has jugado por entretenimiento, sino por vicio puro y duro. Además, después vienes oliendo a alcohol y a tabaco como un borrachín. Claro que con los amigotes que tienes ¿qué se puede esperar? La tonta he sido yo por preocuparme tanto por tu salud. ¡Y encima mira para lo que ha servido!
Unta una tostada y la moja en el café con cuidado de que no se reblandezca más de la cuenta.
Y no me mires así. ¿Acaso Eutimio es un hombre normal? ¿o Félix, el de la cicatriz en la cara de un cucharonazo de su mujer? Pues anda que el del palillo en la boca todo el día… ¡qué asco!
Que no te empeñes, que no me vas a amargar el día hoy con tus impertinencias. Yo juego a las cartas con mis amigas para charlar y entretenerme, después de estar todo el día trabajando en casa. Y esto no me lo vas a quitar, que lo sepas. Pues hasta ahí podíamos llegar.
Media tostada se le cae al café con leche y le salpica la bata. Da un salto y se pone de pie. Pasa un paño húmedo por el hule de la mesa y limpia el desaguisado.
Me cagüen la… Mal empieza el día de mi cumpleaños. Aquí te quedas solo,
que voy a cambiarme.
Un cuarto de hora después:
Perdona, no te estoy criticando, te estoy describiendo. Bien me lo decía mi madre: mira Aurorita que Camilo le pega a todos los palos. Le gusta el fútbol, la caza, la pesca, las cartas, los amigotes, y seguro que hasta las mujeres. Ella sí que te caló rápido, pero yo estaba cieguita por ti y nunca la quise escuchar.
Sí, ya lo sé. Me casé contigo porque eras cariñoso y hasta zalamero, aunque sólo lo demostrabas cuando buscabas algo. Además, yo hubiera preferido más detalles y menos arrullos de palomino atontado, como la Trini, que Felipe la tiene en un pedestal. Todo el día, están viajando y estrenando cosas. ¡Qué envidia, hijo! Y yo, pringada en la casa con la ropa y la comida. Encima, para que me lo pagues así.
En fin, Camilo, voy a ducharme y a arreglarme un poco, que hoy no es un día cualquiera. Tú sigue mascullando y largando por esa boca, que hace tiempo que tengo los oídos taponados.
Después de hora y media, sale del baño con el pelo recogido en una redecilla, una bata limpia y la cara llena de crema.
Desde luego, qué razón tiene el refrán de que no hay mal que por bien no venga. Ahora voy a la ducha y al lavabo y me lo encuentro todo como lo dejé la vez anterior, impoluto. No he vuelto a quitar tus pelos ni a limpiar los pises de la taza del váter.
Se dirige a la alacena, coge un cesto de mimbre con patatas y lo pone encima de la mesa. Abre el cajón donde están los cubiertos y toma un cuchillo portugués bien afilado. Se sienta y mirando nuevamente a su marido, las pela con destreza.
Bueno, ¿por dónde íbamos? Ah, por mi condena en esta casa. No digo que mi casa sea una prisión, pero estar entre cuatro paredes un día tras otro, es mucha castaña. Claro, tú estabas como en la fonda. Venías a tiro hecho, bien comido, bien vestido y bien ejjjjjen, mejor me callo. Porque no tendrás queja de mí como mujer, ¿no? Recuerda que me llamabas gatita fogosa. Buen gato estabas tú hecho, el gato con botas, que bien que te las ponías porque yo estaba enamorada hasta las trancas.
Oye, oye, que si no he trabajado fuera de casa ha sido porque tú no me has dejado. En el fondo siempre fuiste un moro, suave, pero muy moro. Y querías tener una criada gratis, aunque pasásemos estrecheces con el sueldo de un simple oficinista.
Recuerdo el día que te dije que me habían ofrecido trabajo de recepcionista en la “perra gorda” (18 de julio). ¡La que me liaste! Tuve que ir avergonzada a decir al jefe de personal que me lo había pensado mejor y que no me incorporaría al trabajo. ¡Vaya metedura de pata! Me estaré arrepintiendo toda la vida. Podíamos haber vivido más desahogadamente y yo me hubiera relacionado con más gente, como mis amigas.
Bueno, Camilo, te dejo, que tengo que hacer el dormitorio y poner en la lumbre unos chíchares con patatas, por si cambia de opinión tu hija y viene a comer. En el fondo tiene buen corazón, aunque el pronto no se lo quita nadie.
Sobremesa y Aurora se sienta nuevamente en el sillón de la sala con un estuche de cremas y esmaltes. Se embadurna la cara y la frente, se limpia las manos con un paño de cocina y abre un frasco de esmalte de color fucsia.
Nunca te lo dije porque sabía que no ibas a corregir, pero me ponías de los nervios cuando estabas aburrido y te daba por hacer algo en casa. Sí, ya sé que lo hacías para ayudarme, pero conseguías el efecto contrario. ¡Qué manía de descolocar todo para limpiar el polvo! Es que no dejabas una sola cosa en su sitio. Me costaba más trabajo devolver las cosas a su sitio que haberlo limpiado yo. Estoy segura de que lo hacías para que viera que habías limpiado. ¡Ay, qué rabia me daba esa rutina!
Claro que, si me dan a elegir entre el zafarrancho y el complejo de mona que me creaste, me quedo con el desorden. ¡Qué asco de rasquiña! Todos los días a las siete de la mañana tenerte que rascar la espalda, era un coñazo. Menos mal que tuve una idea infalible y acabaste renunciando a ese castigo: círculo sobre círculo en el mismo sitio de la espalda hasta dejártela al rojo vivo. ¡Cómo te echabas para el otro lado y me dejabas tranquila!
Después cogiste la manía de las patadas en la cama. ¡Vaya lata!, y qué daño me hacías. Era como si te electrocutaran. ¡Un regalito! Eras un auténtico regalito. Ahora me espatarro en la cama y duermo como una reina, cuando tu hija no me descalienta.
En fin, Camilo, aunque te echo de menos, la vida sigue, y el que has salido perdiendo has sido tú. Ya no tengo que sufrir pensando en que cualquier día te iban a copiar la contraseña, calamidad. Mira que tener una sola para todo…No nos han dejado pelados como el culo de un mandril porque Dios no ha querido. Que sí, que ya sé que era porque solo tenías una neurona y no eras capaz de recordar varias claves. Sin embargo, ahora estoy tranquila en ese sentido. Las he cambiado todas y listo.
Aurora se levanta con cierta fatuidad y dando la espalda a su marido, le dice entre dientes:
Camilo, te dejo, que he quedado con las amigas en la cafetería California para echar la partida después de comernos unos churros, y tengo que arreglarme. ¡Oye!, que te he oído entre dientes. No te consiento que me llames casquivana. Sólo faltaba eso. ¿Cuántas veces me has dejado sola en casa para irte con los amigotes? Y no por eso te he llamado pendón. ¡Ay Señor, Señor!, ni viuda te compadeces de mí. Si levantara la cabeza mi madre…