Desde niño soñaba sabiendo que soñaba; eran tantas las cosas prohibidas y al mismo tiempo deseadas…En los sesenta no sobraba de nada, aunque tampoco se pasaban grandes estrecheces.
Siempre se sintió inseguro, tenía miedo a no ser aceptado por el grupo, a no ser bien recibido. Esa situación le llevó a mostrarse ante los demás como un rebelde; sin embargo, necesitaba a la gente, y en cierta medida dependía de ella.
Se veía prisionero en un mundo monótono y casi siempre antipático. Quería expresar sus sentimientos, que eran muchos, pero no encontraba el momento ni la forma de hacerlo.
El día a día se le hacía muy largo, muy duro y en ocasiones angustioso. Pasaba gran parte del tiempo en la terraza de su casa observando el plácido vuelo de las palomas, interrumpido por los repentinos quiebros de las golondrinas en ascenso y descenso.
La liberación le llegaba al oscurecer. Ansiaba que llegara la noche para ser libre, para escapar de una realidad que lo asfixiaba.
Soñaba que volaba, y sabía que era un sueño. Era su refugio, su oasis y su firmamento. Noche tras noche se le abrían las puertas a un mundo fantástico, donde no había límites ni miedos. Aparecía en la terraza, en un tercer piso, se subía a la balaustrada y saltaba agitando los brazos con rapidez y decisión. Desde lo alto divisaba su barrio, su ciudad, y dominaba su angustia.
Encerrado en ese mundo nocturno y liberador, las relaciones con su entorno eran cada vez más complicadas. Se mostraba irascible y hasta violento con sus padres cuando le llamaban la atención por cualquier cosa.
Comenzó su experiencia disfrutando de pequeños placeres, descubriendo algunas curiosidades y realizando pequeñas maldades y venganzas de niños. Hacía sin miedo y sin pudor todo aquello que en la vida real le resultaba incómodo o imposible: volar hasta el patio donde estaba el almacén de golosinas de un comercio importante de la ciudad (ni que decir tiene los atracones que se daba), ver, a través de la ventana, dormir a Encarni, que era la niña que le gustaba, aunque ella no lo supiera, y tirar piedras en vuelo (como los bombarderos) sobre los cristales de las viviendas de sus profesores más severos.
A medida que pasaba el tiempo fue seleccionado los sueños; mejor dicho, eligiendo los destinos adonde quería volar. Siempre le llamó la atención Japón por los mangas y sus series de animación, los anime. No sabía por qué, pero alucinaba con las líneas cinéticas que usaban para enfatizar un movimiento o una emoción. Era un apasionado de Kimba El León Blanco.
Una noche decidió viajar lejos, muy lejos, hasta una montaña al oeste de Kioto. Quedó prendado con la espesura y la frondosidad del paisaje. De repente se vio en medio de un bosque de bambú con una altura de más de quince metros. Estaba en Arashiyama, la montaña de las tormentas y voló por el sendero bajo el crujir de la madera de las cañas y del follaje.
El inoportuno y machacón timbre del despertador hacía añicos los sueños del joven un día sí y otro también, devolviéndolo a la cruda realidad.
Realizó otros muchos viajes y conoció sitios increíbles, como la avenida de los Baobabs de Madagascar, el cabo San Lucas en México o la Laguna Colorada en Bolivia.
Sus padres no acertaban a comprender por qué conocía tan bien esas civilizaciones y culturas, pues nunca lo veían leer. Si acaso, ver algún documental de la televisión.
Anoche el sueño se volvió más real; no conseguía distinguir entre sueño y realidad. Preocupado, quiso despertar, pero no pudo. Estaba atrapado en su propio sueño. Subió a la balaustrada, tomó impulso y agitó los brazos como siempre. El silencio de la noche era absoluto, hasta que su cuerpo y el asfalto se encontraron.