Era el día de San Fernando y no teníamos tiempo que perder. Antes de que la hermosa esfera dorada del reloj de San Mateo marcara las nueve de la mañana, los amigos salíamos apresurados de casa, con las bocas manchadas de café y los pelos arremolinados como las abubillas, por la tensión que nos provocaba el comienzo del nuevo día de ferias. Allí estábamos José A. y yo esperando al tercero para cumplir los planes que habíamos acordado la noche anterior, sentados en un banco de la plaza de Colón. Mientras hablábamos, Eutimio, como siempre, posado en el respaldo del banco, con los pies apoyados en el asiento, escupía compulsivamente tratando de superar la distancia del escupitajo anterior.
Aunque vivíamos muy cerca unos de otros, en un par de manzanas, no todos éramos puntuales a las citas, y eso provocaba más de una discusión en el grupo de amigos. Para evitar cabreos y malas caras, acordamos entre todos esperarnos hasta que estuviéramos tres como mínimo. A partir de ahí, que cada uno se buscara la vida; es decir, que saliera al encuentro de los demás.
Ese radiante día de mayo habíamos quedado en la explanada de El Rodeo, justo enfrente del Instituto El Brocense, construido tres años antes. Rodeados de ovejas, caballos, vacas y burros, y acompañados por los glugluteos de los pavos y los cacareos de las gallinas y de las codornices, mirábamos ansiosos el reloj de San Mateo. Ya pasaban quince minutos de la hora acordada. José A. y yo nos planteamos arrancar sin el tercero, y dirigirnos a las casetas de tiro no siendo que se nos adelantaran muchachos de otros barrios, y nos arruinaran la jornada. En ese momento llegaron Pedro F., que vivía al lado mismo del Rodeo, en la calle San Ignacio, y Sebina, que venía corriendo desde su casa, una casita baja alineada con la de la Señora Araceli, primera de la serie, a tres metros de las casas del cabo Grande, que era donde vivía José A.
Los ganaderos, trajinantes y mercaderes bebían y comían mientras vendían al bulto y regateaban las compras. Los compradores miraban despacio la anatomía del animal, con una vara medían su longitud y la altura de sus ancas, cogían el hocico de los burros para que abrieran la boca y pudieran verle los dientes, etc.
La compraventa de ganado no era nada simple ni sencilla. Eran numerosos y desagradables los pleitos y litigios que se producían en cada mercado de ganado.
Un ganadero con pinta de bohemio, venido de Guijo de Granadilla, recitaba a los chavales el soneto A Un Rico, de Gabriel y Galán, mientras alguien se interesaba por sus ovejas y sus vacas. Presumía de ser paisano del poeta, aunque éste hubiera nacido en Frades de la Sierra (Salamanca).
Otros, comentaban el gran ambiente que se vivía en la ciudad ante la corrida de esa tarde. La empresa había organizado un atractivo encierro de los herederos de Carlos Núñez, con los espadas Diego Puerta, Manuel Benítez y Luis Alviz. En todas las taquillas de la ciudad colgaba el cartel de no hay billetes.
Sin perder más tiempo, corrimos los cuatro hasta las casetas de tiro, que estaban cerradas, y corteza de coco en mano nos pusimos a recoger los balines aplastados del tiroteo del día anterior. A base de buscar y rebuscar por los alrededores de las casetas y debajo de los tablones, que servían de base para los tiradores, conseguimos llenar medio coco cada uno. Fuimos al basurero, próximo al ferial, cogimos una lata vacía y le vertimos los plomos para derretirlos en una lumbre y obtener una bola que venderíamos en la chatarrería del señor Manolo. La señora Santa volvió a regañarnos por hacer fuego cerca de los gallineros, pero conseguimos el dinero suficiente para comprar cigarrillos y golosinas. En la esquina del Rodeo bajo vivían los Fragoso, que solían pasarse la mañana pelando cebollas y haciendo morcillas de sangre.
Mientras Loli, Paqui, Toñi y Marga jugaban en el patio del San Francisco (donde estaba el Hospicio), que era uno de los lugares de encuentro de los amigos, la caravana del circo Kron recorría las principales calles de Cáceres presentando su espectáculo: titiriteros, elefantes, malabaristas, payasos y la mujer barbuda. Pedro F., José A., Fernando R., Quique, Víctor, Eutimio, Sebina y yo corríamos detrás de ellos tratando de conseguir una invitación o una rebaja en la entrada.
Pasada la caravana, subimos desde el Gran Teatro hasta Cánovas, y paseamos por catetolandia y cursilandia, viendo las carteleras y comiendo “raspaduras” del Horno de San Fernando, que estaba en la calle Moret.
Por la tarde, como casi todos los días, fuimos a jugar con las amigas de la pandilla antes de dar unas vueltas por la feria. Eran juegos inocentes y románticos, si así se pueden llamar el florón, las prendas y el juego del pañuelo. Lo importante era que nos servían para mostrar nuestro interés por la otra persona. No necesitábamos nada más. Éramos felices, a nuestra manera.
A las cinco en punto de la tarde comenzó la corrida. Los toros resultaron del agrado del público, a excepción del quinto, que no dio el mismo juego que sus compañeros de lidia. Diego Puerta tuvo una actuación sensacional con el capote en sus dos toros. Manejó bien la muleta y mató el primero de media y una entera, consiguiendo una oreja. A su segundo, el cuarto de la tarde, le sacó buenas series de derechazos y naturales. Después de una gran estocada, cortó dos orejas. Por su parte, Manuel Benítez dio todo, a pesar de tener que aguantar a un impresentable con un pito en la boca. Se arrimó como nunca y lo bordó con la muleta y la capa. Brindó el toro al del pito y el juez le otorgó dos orejas. En el quinto se entregó nuevamente, pero la espada le quitó los trofeos.
Y llegó la hora del torero local, Luis Alviz. Le costó trabajo acoplarse con su primero, y fue volteado. Sin embargo, aprovechó el sexto de la tarde a base de muletazos y excelente manejo de la capa. Encendió a los aficionados y mató de una buena estocada, consiguiendo dos orejas y rabo, y saliendo triunfador con un conejo en cada mano, obsequio de un espectador.
A esa hora nosotros seguíamos jugando a las prendas. Ni que decir tiene que los chicos éramos más ingenuos que las chicas, aunque aparentáramos ir por delante de ellas. En nuestra ausencia, ellas preparaban las preguntas que haría “la madre” a cada una cuando jugáramos a las prendas. Nosotros éramos unos pardillos que solo sabíamos meter la pata con ellas. Así nos iba: todos los días enrabietados, discutidos y disgustados para casa.
Un Renault Cuatro Cuatro de color hueso con un altavoz atado a la baca, pasó anunciando las actuaciones de Gelu, la orquesta Mambo y Miky y los Tonys en la Caseta Municipal.
Después de tragar un montón de polvo, reírnos como locos, montar en los coches chocones y en el tren de la muerte con las amigas, las acompañamos hasta sus casas y nos recogimos con mil y una imágenes del día en nuestros cerebros. Pero las cabezas no paraban, y ya en la cama pensábamos en lo que haríamos el día siguiente.