El otoño atravesó la puerta de la casa, sin llamar. La brisa, desapacible y afilada, cruzaba el zaguán y penetraba en el dormitorio. La persiana de la ventana estaba entreabierta y permitía la presencia de algunos rayos de luz, más débiles que otros días. Sentado en el lateral de la cama, Rubén cubría sus ojos con las manos en un laberinto de emociones desgarradoras. Sobre un pliegue de la colcha descansaba el informe del doctor, con el diagnóstico.